Análisis de Lumo
Analizado en Nintendo Switch. Copia digital proporcionada por Rising Star Games.
La última consola de Nintendo mantiene el goteo de títulos independientes que ya han aparecido en otras plataformas. Hoy toca hablar de Lumo, un juego que exhuma los restos arqueológicos de nuestro querido Spectrum (sí, tuve uno que me acompaño toda mi niñez), sobre todo los juegos de perspectiva isométrica que daban esa sensación de tres dimensiones tan conseguida. Ya analizamos Lumo en su día, pero con su estreno en Switch hemos querido darle una segunda revisión, una vuelta para desgranar este regreso de un género perdido por el paso del tiempo. Lumo es hijo de Gareth Noyce, que pasó de Crackdown 2 y Ryse a fundar su propia desarrolladora de juegos independientes. El logo de su empresa viene precedida de una carga de datos con los colores y ruidos propios de un Spectrum. Sí, ahí, lloré.
Pero el árbol familiar tiene más ramificaciones, si Gareth es el padre, Jon Ritman y Bernie Drummond son los abuelos. Estos dos señores británicos son los artífices de la edad dorada de Ocean Software en la década de los ochenta, con los videojuegos Batman y Head Over Heels como joyas indiscutibles del plataformeo isométrico. Con aquellos mimbres se ha forjado Lumo, hasta le punto que en las primeras pantallas del juego encontraremos una pintada que reza que los dos citados creadores pasaron por allí (JD+BR) con dos calaveras apiladas una encima de la otra como si del juego de perrito con brazos y el gatito con pies se tratase.
Pero empecemos por el principio, nuestrx niñx protagonista (podemos elegir su sexo y el color predominante de su ropa) visitará una modesta exposición de juegos retos hasta que al más puro estilo Tron, quedará atrapado dentro de uno de ellos con la apariencia de un pequeño mago, que por cierto, nos recuerda poderosamente a la estética empleada por Rareware durante su etapa ochentera. El juego está dividido por habitaciones en las que se insinúan las puertas que no se ven por el encuadre mediante la presencia o ausencia de un par de losetas. Como ocurría en los títulos de Ritman y Drummond, nuestro personaje comenzará su aventura muy limitado, con las únicas variantes de moverse y dar unos brincos tan pequeños que sonrojarían al mismísimo Kiko Rivera. Al poco, tras valernos de nuestra astucia, habilidad y el socorrido ensayo y error conseguiremos dar brincos de enjundia, nos haremos con el mapa de la zona… y si somos osados, con alguno de los coleccionables (casettes como los que se usaban en el Spetrum y patitos de goma principalmente) que hay repartidos por las más de cuatrocientas estancias del juego.
A partir de ahí, caeremos rendidos a sus encantos. El juego nos engatusa con sus puzles, saltos milimétricos y mecánicas viejunas (grité como un histérico cuando mi personaje saltó en un bloque y lo “cogió” como en Head Over Heels). Y así nos lleva de un sitio a otro, buscando esa llave que abre una puerta, para accionar esa palanca que levanta unas rejas o para verter una pastilla de jabón en un lodazal de veneno para que podamos saltar con las pompas que se generan. Cada “tramo” de habitaciones estará representada en un mapa, por lo que deberemos conseguir uno nuevo cada vez que empecemos un nuevo grupo de habitaciones. Lo bueno es que el mapa es más simple que las texturas de una Saturn, por lo que para orientarnos deberemos tener muy claras las referencias ya que no se indica nuestra posición en tiempo real. Si a esos sumamos la cantidad de secretos, habitaciones ocultas y peligros, tendremos juego para rato si queremos conseguir todos los logros que el título nos propone.
Ya, los gráficos no son nada del otro mundo y hay unos mínimo parones antes de entrar en cada habitáculo… todo eso está meditado y hecho adrede. Y si no lo está, se lo perdonamos igual. Si me apuran, un modo gráfico que recreara Lumo con la estética de los ordenadores de 8 bits sería la guinda del juego. Pero también se ha tenido en cuenta al jugador del siglo XXI, con esos tres sistemas de control para que elija el eje de referencia en el que quiere moverse o el modo “clásico” en el que nos limitan las vidas, nos quitan el mapa y sin poder guardar la partida como si estuviéramos en 1985. Terminarse el juego así tiene su mérito, igual que lo tiene el trabajo realizado por Gareth Noyce, un desarrollador que ha hecho el juego que a él le hubiera gustado jugar cuando era niño. O al que quiere jugar hoy para sentirse niño otra vez. El caso es que todos los jugadores que tienen actualmente Nintendo Switch y por los que ha pasado un Spectrum por sus manos quedarán embelesados por Lumo. Si no es tu caso y quieres comprobar de primera mano cómo se cimentó esta industria hace ya treinta años, no dejes escapar esta oportunidad.
El modo clásico. La cantidad de referencias. El diseño de los puzles.
Puede resultar áspero a los jugadores menos pacientes.
Un juego que transmite referencias y cariño a los clásicos por cada uno de sus píxeles. Si jugaste a los juegos de Ocean en Spectrum, ya tardas.
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